La llamaban la loca Lorenza, decían que era rara, ausente, perdida, como
que vivía en otro mundo.
La veían salir temprano en la mañana a sacar el perro, a comprar algunos
víveres y luego pasaba el día encerrada en su casa. Algunos niños traviesos del
vecindario tocaban el timbre y salían corriendo, le tiraban piedras al frente
de su casa, o le gritaban “loca, loca”, pero ella ni se percataba de ellos, de
la puerta para afuera no tenia ninguna relación, su mundo era pequeño,
solamente su modesta casa del barrio de Flores.
Los vecinos mas antiguos del barrio contaban que Lorenza, mas de sesenta
años atrás, había sido una muchacha hermosa, de cabellos dorados y ojos color
cielo, de muy jovencita había perdido a sus padres, a pesar de criarse sola
estudiaba un profesorado en idiomas, y fue allí en uno de los pasillos de la
casa de altos estudios conoció a Gregory un profesor de francés, pronto se
enamoraron y comenzaron a relacionarse, nació un apasionado amor. Solían verlos tomados de las manos haciendo
largas caminatas por el Rosedal, luego el comenzó a frecuentar su casa. Lorenza
todas las tardes a las cinco ya tenia la sala preparada, los candelabros
encendidos, el mantel de puntillas de encaje, las servilletas y las dos tazas
de te de porcelana inglesa, disfrutaban de ese amor, horas y horas.
Un tiempo mas adelante ella se dio cuenta que la salud de el iba
desmejorando, lo veía pálido y delgado, y por mas que fueron a los mejores
médicos y que hizo todos los tratamientos que le indicaron, en pocos meses una
cruel enfermedad se llevo la vida de su amado.
Ya Lorenza no fue la misma, comenzó
a ausentarse a las clases, se aparto del círculo de amigos, se fue apagando esa
sonrisa de sus labios, sus ojos brillantes ahora se veían opacos. Se quedo en
el tiempo y así eligió vivir, se negó al mañana y vivía en el ayer, la soledad
pasó a ser su amiga, su confidente, una compañía inseparable. Pasaron los meses
y los años pero su mente se detuvo en esas tardes románticas junto a Gregory,
en esas palabras que aun susurraban en sus oídos:”palomita amada, muéstrame tu
rostro, déjame oír tu voz, tu voz es dulce, tu rostro bello, eres hermosa amada
mía, desde que me miraste mi corazón te pertenece, es tuyo desde que lo
envolviste entre los hilos de tu collar”.
Las persianas de la casa estaban todo el día cerradas, pero algo que
llamaba la atención de los vecinos era, que todas las tardes a las cinco la
casa parecía que volvía a vivir, a
través de un visillo la veían a Lorenza encender los candelabros, poner el
mantel de puntillas de encaje, las servilletas y las dos tazas de te de
porcelana inglesa, su rostro volvía a iluminarse, sus ojos brillaban nuevamente
y reía, reía, bailaba y bailaba. Por eso
la llamaban “la loca Lorenza”.
Así pasaba los días, meses y años, aunque su cuerpo se iba desgastando, y
su figura se iba debilitando... ella era
feliz, feliz, inmensamente feliz… todas las tardes a las cinco.